sábado, 8 de mayo de 2010

Carta abierta a Matsu

Ayer volví de Gales. Había estado allí durante tres días para ver a las familias que acogerán a nuestros alumnos el mes de julio. Cuando entré por la puerta de casa, allí estabas tú, esperándome. Como siempre, como cada día durante los últimos siete años, la primera en saludarme, aunque sólo hubiera bajado a por tabaco al quiosco de enfrente. Te quité la campana (te habíamos tenido que operar de urgencia por una piometra el viernes anterior) y, como siempre, apoyaste la cabeza en mi pierna. Te acaricié y nos volvimos a saludar después de casi tres días sin vernos. Me senté al ordenador y como tantas otras veces viniste de nuevo a mí y te tumbaste al lado, cerca, bien cerca, dónde pudiera extender la mano y hacerte una caricia ocasional. Después, María fue a buscar a Lía, a tu niña, al autobús escolar. La saludaste como siempre, con alegría y ella te respondió como siempre, mimándote. Al fin y al cabo, eras la que me acompañaba a despertarla cada mañana. Poco después llegó Jordi, ese amigo que cada viernes, pese a insistir que eras tonta te dedicaba siempre una caricia, unas palabras, lo que fuera. Y sí, eras tonta, tonta en tu eterna dulzura. Faltaban otros por llegar, pero los que realmente te importaban, los tres que teníamos la suerte de compartir nuestra vida contigo ya estábamos allí. Así que te tumbaste donde siempre, debajo de la mesa, para sentirnos cerca, para seguir a nuestro lado. Y fue allí, a nuestros pies, notando con tu corpachón nuestro calor, que suspiraste por última vez. No nos dimos siquiera cuenta. Fue María quien vio que algo no iba bien. Fue a levantarse y te dijo que te apartaras, como siempre. Pero esa vez no respondiste, no te levantaste para seguirla, no te moviste para dejarla pasar, como siempre. Ella me avisó, me dijo que algo no iba bien. Me tiré debajo de la mesa. No encontré tu latido, no sentía tu respiración. Salimos corriendo contigo en una manta a la veterinaria, pero ya no sirvió de nada. Ya te habías ido. Lo que quedaba, ya no eras tú. Tu alma, dulce, cariñosa, gentil, tu alma llena de amor, porque los perros también tenéis alma y que nadie se atreva a rebatírmelo, ya había iniciado un viaje que tenías que hacer sola.

En la clínica me abracé a tu cuerpo sin vida y rompí a llorar, como un niño pequeño, sin poder y sin querer contenerme. Sé que ya no eras tú, pero era cuanto me quedaba de ti en forma física. Pobre Jordi, no sabía que hacer, no sabía como consolarme. Volví a casa y allí me encerré en mi habitación. Necesitaba llorarte. Sigo haciéndolo ahora mismo, mientras escribo estas líneas.
Hay quien pensará que sólo eras una simple perra, que tampoco hay para tanto. También habrá quien tenga corazón y entienda mi dolor.

Durante siete años, nos has acompañado, mi querida Matsu. Ahora ya no estás y me duele tu ausencia como si me hubieran arrancado un pedacito de alma. A los pies de la cama, en mi habitación, sigue habiendo una manta en el suelo, donde dormías. En la cocina, un par de recipientes con comida y agua siguen esperando que los vacíes. Hoy, probablemente, los vaciaré y los tiraré. Recogeré tu manta y me libraré de ella. Barreré bien a fondo la casa, y quitaré por última vez esa alfombra de pelo que nos dejabas cada primavera. Pero no te equivoques, chica. Eso no hará más fácil sobrellevar esto. Eso no hará que las lágrimas dejen de fluir. Eso no hará que Lía vuelva a sonreír hoy. Eso no hará que María deje de tener los ojos anegados y contenga las lágrimas porque me ve desolado. No, chica, haremos todo eso porque debe hacerse, porque es lo práctico, pero te llevamos grabada en el alma, los tres.

Dejo de escribir un rato. Las lágrimas no me dejan ver la pantalla ni el teclado. Hoy es todo muy duro.

No sé, no puedo dejar de pensar que quisiste esperar a tenernos a todos cerca. Que no querías irte sin vernos por última vez. Que aguantaste hasta que yo volví de mi viaje, hasta que María acabó de trabajar, hasta que Lía llegó del colegio. Te queríamos mucho, chica, pero creo que tú nos querías a nosotros aún más. Como sólo un perro puede querer a su familia, con devoción y entrega absoluta.

No somos los únicos que te echaremos de menos. Los chicos, como Lía los llama, también sienten tu pérdida. Los mismos que el viernes pasado se quedaron con Lía hasta las tantas de la mañana para que nosotros pudiéramos llevarte al veterinario. Jordi, David, Fiber, Marc, Monty, Javi, Álex... Todos ellos llegaron a conocerte bien. Ellos también echarán a faltar que aparezcas cada vez que se mencionaba la palabra pizza. Ellos también sentirán cada viernes ese vacío bajo la mesa, tu sitio...

No sé a dónde has ido. No sé si hay un lugar para los perros en la estación de destino. Qué leche, ni siquiera si hay una estación de destino. Pero si la hay, si hay un sitio dónde vamos cuando termina el trayecto, que sepas que allí te está esperando un perro enorme, negro, con unos ojos de ámbar dulces y llenos de paciencia. No te preocupes, se llama Argos y sabrá recibirte bien. Seguro que él te busca una manta bien cómoda donde tumbarte, a su lado. Allí, los dos podréis esperarnos. Porque sé, que si hay algo más allá, los tres tenemos ya a un par de amigos fieles que nos aguardan. Y sé que cuando cruce esa puerta, como siempre, como cada día durante los últimos siete años, serás la primera en recibirme.

Te echo mucho de menos, Matsu. Me duele tu ausencia.

PS: Dejo como recuerdo mi foto favorita de ti, con Lía abrazándote. No es una buena foto, pero al mismo tiempo es la mejor.


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