miércoles, 16 de febrero de 2011

Hooligans

El entrenador, aprovechando un tiempo muerto aconseja a sus chicos que intenten aislarse del ambiente. La situación está tensa, se crispa, los gritos desde la grada se suceden, aumentando en intensidad y agresividad a medida que avanza el partido. Cruza una mirada cómplice con el árbitro que parece decirle a su vez: "¿Y yo qué quieres que haga?". Alguno de los jugadores se remueve, especialmente inquieto. Mira preocupado a la grada y se muerde el labio inferior. No consigue concentrarse en el partido. Alguna de las cosas que han llegado a oír le ha dolido, le ha hecho sentir vergüenza ajena. El entrenador se da cuenta e intenta calmar a sus chicos, pero es difícil, es muy difícil. Al fin y al cabo, sólo tienen ocho años y esos espectadores son sus padres...

En ocasiones, los padres parecemos olvidar que la práctica del deporte escolar es, ante todo, una experiencia formativa y nos dejamos arrastrar por nuestra pasión por el deporte. Arrastrados por nuestra pasión, por nuestro deseo de ver el triunfo de nuestros hijos e hijas, gritamos, nos quejamos al árbitro, señalamos la mala actitud del equipo rival y hasta llegamos a caer en el insulto o el lenguaje que sin duda prohibiríamos terminantemente a nuestros retoños. Desoímos los consejos del entrenador del equipo, de los profesores del colegio y hasta en ocasiones las súplicas de nuestro propio hijo.

El deporte escolar no es la LFP ni la ACB. Su objetivo principal no es demostrar qué equipo es el mejor ni cuáles son los jugadores más destacados. No consiste en ganar y conseguir un trofeo, sea cómo sea. El deporte escolar consiste, como cualquier otra actividad que se da en el entorno de  la escuela, en educar, en dotar de valores, de contenido, de experiencias formativas y de oportunidades de desarrollo personal y grupal unos instantes en la vida de un grupo de chicos y chicas. Y a veces parecemos olvidarlo. A veces, nos quitamos nuestro atuendo de padres y nos ponemos el disfraz de hooligans, de fanáticos. Y con ello, no les ayudamos, no les animamos. Al contrario. Sólo hacemos que aumentar la presión, la angustia, la inseguridad en nuestros hijos. Cuando les gritamos instrucciones, cuando les reprochamos su error al tirar a canasta, cuando les insistimos cómo han de jugar o a qué contrario deben cubrir, les demostramos que, diga lo que diga su entrenador, no estamos allí para divertirnos. No hemos ido una mañana de sábado a que practiquen un deporte con sus amigos. Queremos GANAR. Así, en mayúsculas. Nos proyectamos en ellos y nos sentimos partícipes de sus victorias y frustrados por sus derrotas

¿No sería mejor que nos vieran aplaudir también los goles del equipo contrario? ¿No les enseñaríamos más insistiendo que eviten las faltas? ¿No les demostraríamos mejor nuestro cariño con un abrazo que con un grito? No podemos decirles que deben respetar al entrenador y despotricar de las decisiones de éste al mismo tiempo. Eso no tiene ningún sentido, y ellos lo saben. Quizás nos haga falta ser un poquito más humildes, ponernos de rodillas e intentar ver el mundo desde su altura. Quizás así comprendamos que ellos, simplemente, solo quieren jugar un rato...

1 comentario:

Serpa dijo...

Acertada reflexión sobre la competividad que rodea el deporte. En la escuela tienen que primar otros valores, más solidarios o comousted dice ponerse en lapiel de esos niños que sólo quieren jugar.
Pero yo creo que esa escuela es un oasis dentro de una sociedad tremendamente competitiva: En el momento que los chavales entran en el mercado laboral comienza la carrera a codazos para hacerse un sitio.
Me ha gustado la entrada.

 

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